El viejo y sabio Yu meditaba con las piernas cruzadas sobre el pequeño peñón que coronaba la montaña. Una preciosa Gloria de Bután movió sus alas de mariposa, transitó de una flor a otra y luego revoloteó sobre su cabeza. Vecinos en un mismo cosmos, la naturaleza le amaba tanto como él adoraba a sus maravillas. Desde su refugio espiritual podía observar la vida apacible y agrícola de la aldea, de sólo siete familias, que se situaba a unos metros más abajo. Mediante la meditación, Yu canalizaba su energía hacia las construcciones de paja y adobe, las vacas que pacían en su masticación inagotable, los niños que correteaban con los pies descalzos y las mujeres que conversaban alrededor del templo. Yu se convertía en todos ellos por unos instantes y luego miraba al frente: un océano verde de abetos puros oxigenaba el paisaje hasta desvanecerse en los picos más altos de esa zona del Himalaya, en la Tierra del Dragón de Truenos. Sobre la cordillera del Himalaya que encrespaba la línea del horizonte, un sombrero de nubes negras lanzaba una tormenta iracunda sobre las cumbres nevadas. Los rugidos del dragón de las grandes montañas estremecían a los aldeanos, que se resguardaban en sus cabañas aconsejados por supersticiones milenarias. La tormenta era más fuerte que de costumbre. “Mal presagio”, pensó Yu. Justo después observó cómo los arbustos más cercanos a la aldea se iban moviendo revelando la llegada de algún visitante inesperado.
Los niños más curiosos encabezados por el pequeño Miyihan ya se habían agolpado en el inicio del poblado, donde la espesor de los arbustos hacía imposible la visibilidad, cuando salió del bosque un hombre enclenque, de gafas telescópicas, rodillas torcidas y melena negra desaliñada. Todos los niños menos Miyihan se echaron atrás y buscaron refugio bajo los brazos de sus padres, que interrumpieron su faena en el campo para acercarse al forastero. Los más veteranos del poblado encontraron algo familiar en las facciones del chico, sin duda bhutanesas. “Soy Ti; he vuelto”, dijo el visitante en el dialecto dzongkha de la zona sujetándose las gafas con el dedo índice. Una de las matronas del poblado se abalanzó desde la multitud a su joven hijo tras un grito de júbilo y se lo comió a besos. Los demás espectadores estallaron en aplausos y vítores, excepto unos ojos que lo miraban con recelo y preocupación. Nadie tenía ya ninguna duda de que el chico era Ti, aunque a sus 28 años era muy diferente a cuando se fue de muy joven, en plena pubertad. Había sido el chico más prometedor de la región, el primero en aprender a escribir, el futuro de la aldea, y por eso sus padres habían decidido venderse los animales para poder mandarlo a la capital para que se formara con las mejores mentes del país. Le habían perdido el rastro desde que la monarquía le ofreciera una beca para estudiar en Londres, pero ahí estaba de nuevo. Vestía con americana y camisa, pantalones tejanos y zapatillas deportivas. Miraba con una mezcla de nostalgia y lástima los ropajes tradicionales de sus viejos vecinos, el gho de los hombres y la kira de las mujeres. En una atiborrada maleta de viaje cuyo cierre apenas podía resistir la presión, guardaba objetos insospechados, como una balanza y cajitas mágicas provistas de pantallas y botones, que sobresalían por la apertura de la mochila. Los aldeanos tenían una infinitud de preguntas por hacer al joven Ti, tantas que incluso habían olvidado la tormenta que se aquejaba a lo lejos.
Ante la creciente curiosidad de los chiquillos, que merodeaban cerca de su equipaje, Ti abrió su pesada maleta y repartió cajitas de todos los colores a los niños. “Estos aparatitos se llaman videoconsolas; en Londres todos los niños tienen una”. Repartió dos pilas a cada uno, les enseñó a encender la videoconsola y los instruyó sobre el uso de los botones. Cuando apareció el primer destello de luz en una de las consolas toda la aldea se echó atrás temblorosa mientras unos ojos en medio del tumulto se abrían desorbitados. La madre de Ti empezó a lanzar hacia la consola sortilegios contra la mala suerte. El niño que sostenía el aparato se apoyó en la mirada alentadora de Ti y se atrevió a apretar los botones. Vio a un chico como él saltando obstáculos.
—¿Por qué hay un niño encerrado en esta caja?.
Se extendió un murmullo de expectación. Ti sonrió.
—No hay ningún niño encerrado, pequeño, solamente es imaginación y tecnología.
Los aldeanos suspiraron de sorpresa y repitieron las palabras del joven Ti: “Imaginación y tecnología”.
—El mundo entero está lleno de aparatos como éstos. Los hay para jugar, los hay para trabajar, los hay para curar… Todo el mundo está lleno de inventos que no podríais ni sospechar —, siguió el joven.
El júbilo estalló de nuevo; todo el mundo reclamaba inventos. Ti extrajo de su mochila un nuevo aparato, esta vez más alargado, armado con pequeñas cuchillas en un extremo. Accionó el utensilio con un interruptor y lo acercó al cazador Sho Finn. Al contacto con el aparato, la barba que le cubría el rostro se esfumó como por arte de magia. Resonaron por todo el valle los aplausos de los aldeanos maravillados. Dos ojos inyectados de ira se alejaron de la concentración justo después de cruzarse fugazmente con los de Ti, que intentaban reconocer a sus antiguas amistades y enemistades. El joven reconoció enseguida esos dos ojos minúsculos como pequeñas grietas: eran los de Fung Shi, el despótico gobernador de la zona. Obligaba a los aldeanos a pagar impuestos sobre la cosecha, prohibía que la gente saliera de la aldea sin su autorización y se reservaba el derecho a acostarse con las damas más hermosas del pueblo. Cuando ya se había alejado hacia su carruaje, Ti preguntó a su madre al oído:
—¿Aún no habéis echado al miserable de Fung Shi?
En vez de contestar, la mujer empezó a lanzar conjuros hacia su hijo por la pregunta que le acababa de formular. A Ti le invadió la rabia contra ese hombre que con sus abusos inhumanos y feudales obstaculizaba el progreso de su querida aldea y vendaba los ojos a sus vecinos, así que pidió silencio y alzó su voz incendiaria:
— Queridos amigos, estos aparatos son sólo una muestra de lo que ahí fuera podéis encontrar. ¿Nunca os habéis preguntado qué hay más allá de estas montañas? ¿No tenéis curiosidad por saber qué existe después de la Tierra del Dragón de Truenos? Amigos, he visto a hombres moviéndose más rápido que los pájaros, he visto selvas de cimiento, ciudades llenas de luz, he visto ventanas a la fantasía en muchos hogares… ¿Hasta cuando os conformareis solamente con lo que estas montañas os ofrecen? ¿Hasta cuando temeréis las tormentas? Amigos, he visto el mundo, he comprobado que la felicidad se encuentra justo después de estas montañas… ¿Cuándo saldréis del caparazón? En la capital, el rey ya ha movido sus fichas; también apuesta por el cambio. Os prometo que en menos de dos años llegará la carretera a nuestra aldea, y con la carretera llegará también la electricidad. Imaginaos, cada día llegarán al pueblo decenas de camiones cargados con todos los tesoros que podáis imaginar… La capital quedará sólo a cinco horas… ¡El mundo se hará pequeño para engrandecernos a todos nosotros! —los aldeanos parecían embriagados; sus mentes abandonaron los campos y las vacas para siempre y empezaron a volar más allá de las montañas —A cambio de todo esto, ¿qué tenemos que hacer nosotros? Muy fácil: arrancarnos las cadenas, tomar el progreso por las riendas. El rey apuesta por la democracia. Imaginaos, todos seremos reyes, reyes de nuestras vidas. El rey confía en todos nosotros, ya no cree en el villano de Fung Shi; sus abusos ya no tienen justificación. Amigos, ¡liberaos de las cadenas y pronto nos veremos recompensados!
Los estudios londinenses de retórica habían dado sus frutos. Mientras los niños se olvidaban del mundo con sus nuevos aparatos, los mayores estallaron de repente y se abalanzaron sobre el carruaje de Fung Shi, que se disponía a partir hacia su fortaleza dzong. La guardia del gobernador no pudo resistir el empuje de los aldeanos. La batalla cuerpo a cuerpo no duró más de diez minutos. Cuando oscureció, se encendió en el centro de la aldea una hoguera como las que no se recordaban con los cuerpos de Fung Shi y sus guardias. Los hombres probaron la cerveza que Ti había traído de más allá de las montañas y se empezaron a notar los pómulos calientes. Entonaron cánticos de equipos ingleses que Ti les acababa de enseñar.
Como una seta salida en medio de la nada, el sabio Yu se interpuso entre los aldeanos y la hoguera tras pasar el día entero meditando en su peñón. Con serenidad, apoyándose en su robusto bastón de madera, señaló acusadoramente con el dedo índice al joven Ti, que coqueteaba con una de las aldeanas sin saber que era su hermana pequeña.
—Tú, joven Ti, acabas de desflorar estas tierras vírgenes. Acabas de inaugurar el reino de la sangre. ¿Oyes cómo rugen los dragones? ¿Sabes cuántas generaciones han vivido en esta aldea sin conocer el color de la sangre? Ahora tú nos pudres con fuego y con sangre y nos seduces con ideales de Occidente. ¡Nos pides que miremos más allá de nuestras montañas cuando son nuestro bien más preciado y el nido de nuestra identidad! ¿Quiénes seremos sin nuestro medio puro y cristalino?
- Seremos quien nos dé la gana —sentenció Ti.
Desde esa noche, forjada de rojo por el fuego y la sangre, nadie volvió a tomar en serio al viejo Yu, y a lo lejos, en el Himalaya, los dragones rugieron con más rabia que nunca. Ti repartió tapones de cera para las orejas a todos los que temían los truenos. Alrededor de las brasas y las cenizas, todo el mundo durmió profundamente excepto el viejo Yu, que se exilió a su peñón para observar en el horizonte la llegada del gusano de asfalto.
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