Las murallas que rodean el casco histórico de Cartagena de Indias y que antiguamente protegieron la ciudad frente a los saqueos de piratas y corsarios son insuficientes para contener su vitalidad, una vitalidad al mismo tiempo embriagadora y agobiante.
Llegué a Cartagena de Indias con la ilusión de vivir mi primera experiencia caribeña. La primera playa en la que me bañé, la de Castillo Grande, tenía la arena y el mar de color grisáceo. Las palmeras inclinadas escaseaban. En cambio, abundaban los insistentes vendedores de cerveza y de ceviche, los arrendadores de sombras en forma de toldo y las amenazantes masajistas. Nos escoltaban rascacielos de lujo que reproducían Miami a pequeña escala. No, aquello no encajaba en ningún aspecto con las postales paradisíacas de mi imaginación. Y, sin embargo, en Cartagena de Indias encontré mucho más que aguas de color turquesa.
Poética, vibrante, mestiza, cosmopolita, calurosa, hedonista, sensual, sabrosa, rumbera, pícara, señorial… Solo Gabriel García Márquez sería capaz de encerrar en pocas palabras la riqueza de esta antigua villa colonial. El escritor colombiano ambientó “El amor en los tiempos del cólera” en sus rincones de iglesias, mansiones, fuentes y bóvedas. Y al pasear por sus calles adoquinadas rodeadas de balcones de madera y tejas, buganvilias y fachadas azules, amarillas, naranjas, de todos los colores, es inevitable imaginarse al Gabo en pantalón y camisa de lino blanco, levantándose de una hamaca destartalada para perseguir a las musas del realismo mágico.
Esta joya caribeña de perfume colonial arrebata por el agobiante tumulto de turistas que la ocupan en fin de semana y que la recorren saboreando helados de palo, acomodados sobre carros de caballos o comprando frutas a las palenqueras, las mujeres de origen africano vestidas con ropas coloridas que transportan piñas, guayabas y mangos en sus cabezas. Arrebata también por el calor húmedo, sofocante y pegajoso que exhalan sus rincones. Poco pudo hacer el triste ventilador que giraba jadeante en la habitación del hostal en el que nos alojamos durante nuestra estancia en la ciudad. La humedad tropical sumada al calor y a nuestras toallas mojadas por el agua salada del Caribe convirtieron nuestro pequeño cuchitril en un pantano. O al menos así lo indicaba el olor que sobrevolaba nuestras camas.
La Heroica. Así es como el libertador Simón Bolívar bautizó a Cartagena de Indias después de que en 1821 la ciudad se liberara del largo asedio español durante la guerra de la independencia. La ciudad había sido uno de los puertos más importantes del Imperio Español en América. De sus muelles zarpaban los barcos de la Corona cargados con tesoros que habían sido expoliados a los pueblos indígenas. También fue un enclave de comercio con esclavos provenientes de África.
La riqueza comercial de Cartagena era un caramelo para piratas y corsarios. Bien que lo sabía el inglés sir Francis Drake, que asedió la ciudad en 1586. Sus cañones apuntaron a la Catedral de la ciudad y retrasaron su construcción.
Conscientes del peligro que corría el importante puerto caribeño, los dirigentes de la ciudad encargaron la construcción de las gruesas murallas que aún hoy rodean el casco antiguo de la ciudad. Quienes levantaron los muros durante dos largos siglos fueron los esclavos provenientes de África que expandieron el mestizaje de la ciudad. Este mestizaje se palpa en la comida, los acentos, los atuendos, la música y la danza. Ejemplo de esta mezcla mágica de alquimista es la cumbia, el baile folclórico gobernado por el ritmo de los tambores que puede descubrirse en los espectáculos callejeros que se realizan en algunas plazas de Cartagena.
En el interior de los muros de la ciudad se construyeron unas bóvedas que antaño fueron un almacén de municiones y más tarde se convirtieron en prisión. Hoy son pequeños rincones de sombra con puestos de bisutería, librerías al aire libre y buenos planos desde los que retratar las casas coloniales del casco antiguo. Tal es el efecto de frivolización que arroja el turismo sobre todas las ciudades.
Al salir de la Cartagena amurallada y señorial, nos adentramos en el popular barrio de Getsemaní, degradado, decadente, efervescente. Sus paredes están despintadas y desconchadas como si hubieran enfermado de tanta brisa salada, sol y calor. Abundan los locales de rumba donde bailar vallenato, salsa o reguetón, los puestos de comida y la vida nocturna, muchas veces callejera. De vez en cuando, circulan chivas festivas que actúan de discotecas sobre ruedas. En otro rincón, un conductor abre el maletero de su furgoneta y en su interior aparece, como por arte de magia, la barra de un bar llena de botellas de alcohol y con música a todo trapo. Cartagena es, sin duda, una caja de sorpresas.
En la búsqueda de las postales caribeñas soñadas, tomamos varias lanchas. Una nos llevó a la Isla de Tierrabomba, situada justo frente a la playa de Castillo Grande. La calma de la isla, las cabañas y las palmeras en primera línea de mar se parecían más al estereotipo caribeño, pero la mayoría de playas de la zona son privadas. De hecho, en Cartagena, vendedores callejeros ofrecen pases para acceder a estos parajes.
Nosotros tomamos otra lancha sobreocupada y no demasiado segura hacia las islas del Rosario, donde pudimos hacer snorkel y bordear islotes que han pertenecido a Julio Iglesias o al narco Pablo Escobar. La amplia paleta de azules en esta zona cerca de Cartagena es embrujadora. Durante el trayecto, acudieron a la lancha varios niños nadando que nos pedían que tiráramos monedas al mar para recogerlas con la boca. También nos abordó una abuela en canoa que nos vendió arepas de huevo no solo para desayunar nosotros, sino también para lanzarlas al azul turquesa del mar y maravillarse con la multitud de peces atraídos por el manjar. En las islas del Rosario, uno no puede evitar sentirse un turista de manual algo ridículo.
Acabamos el viaje en Playa Blanca, donde comimos arroz de coco, pescado y plátano frito. El paisaje sería precioso si no estuviera tan absolutamente masificado de bañistas que se empujan los unos a los otros, de toallas que se hacen hueco entre miles de competidoras y de vendedores insistentes que van recorriendo las sombrillas.
En Playa Blanca, a uno le queda la misma sensación agridulce que en el resto de Cartagena: los lugares con encanto atraen al turismo y, paradójicamente, ese mismo turismo masificado y desordenado es el principal enemigo del encanto original.
Artículo publicado en MundoBonito: http://mundobonito.com/cartagena-de-indias-la-ciudad-del-realismo-magico/
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Patri says
Saps com posar títols que m’obliguin a llegir-te… ;D
Molt bon article, me n’he anat allà per uns moments.
Robert Sendra says
Gràcies, Patri! Si és que en temes literaris tenim gustos molt semblants. Una abraçada ben forta.